Septiembre y el privilegio de tener nombre

Cada septiembre, México conmemora el inicio (16) y la consumación (27) de su independencia, procesos que, junto con otras guerras emancipadoras de inicios del siglo XIX, forman parte de la modernidad política del continente americano. Estas revoluciones, desde la independencia de las colonias españolas y portuguesas hasta la de Estados Unidos y Haití, no deben entenderse de manera aislada, sino como parte de la reconfiguración del mundo atlántico y en estrecha relación con las revoluciones europeas (Mignolo, 2006, p. 78).

La concepción francesa del ciudadano y de los derechos individuales moldeó las ideas de independencia personal y colectiva, autonomía y emancipación, conceptos que influyeron directamente en las revoluciones americanas (Mignolo, 2006, p. 79).

En este marco histórico surge también la pregunta por el “nombre” de nuestro subcontinente. Como recuerda Rouquié (2007, p. 17): América Latina es una construcción histórica, política y cultural atravesada por la herencia colonial y la dependencia externa. No existe una esencia única de América Latina: se trata de una identidad forjada en la tensión entre colonialidad, modernidad y búsqueda de autodeterminación.

El término “América Latina” no es un referente natural, sino una categoría impuesta desde el proyecto colonial. Mignolo (2005) señala que su origen responde a la necesidad europea de clasificar y jerarquizar pueblos bajo categorías funcionales al poder. Fueron las élites criollas de ascendencia europea quienes, en busca de legitimidad, promovieron la idea de una identidad “latina” que invisibilizaba lo indígena y afrodescendiente, y reforzaba el vínculo con Europa, y con Francia en específico, que significó una oportunidad para alejarse de la península ibérica.

Mientras que el proceso de conquista fue una “invasión violenta, destrucción despiadada, desprecio por las formas de vida existentes en el continente […] momento fundacional de la herida del mundo moderno/colonial” (Mignolo, 2006, p. 77). La “idea” de América Latina celebró una supuesta inclusión en la modernidad, pero en realidad profundizó la lógica de la colonialidad: “América Latina no es un subcontinente sino el proyecto político de las élites criollo-mestizas” (Mignolo, 2006, p. 82).

Tras las independencias, los criollos enfrentaron dos caminos: reconocer el pasado indígena y afrodescendiente, o mirar a Europa para construir los nuevos Estados-nación. Estados Unidos optó por romper con Europa; América Latina, en cambio, reafirmó su dependencia cultural y política hacia ella.

Este proceso ha sido denominado “colonización interna”, pues las élites criollas que asumieron el poder tras la independencia reprodujeron los mismos sistemas de opresión y dominación coloniales, pero ahora desde el interior de los nuevos Estados soberanos. En otras palabras, mientras el imperialismo operaba como fuerza externa de sometimiento, la colonialidad se instaló como una lógica vigente dentro de las propias naciones emergentes. Las élites gobernantes se erigieron en los nuevos dueños del poder, perpetuando la idea de que no todos los ciudadanos eran iguales. Basta recordar que durante la Colonia española existió un complejo sistema de castas, donde la sangre determinaba el estatus político, social y económico, privilegiando siempre la ascendencia europea. Esta continuidad de la colonialidad por parte de las élites puede observarse en gestos simbólicos como cuando un conjunto de «países latinoamericanos [propuso a] la ONU, en 1982, contra el sentir de los países afroasiáticos recién descolonizados, que la organización internacional celebre a Cristóbal Colon y el ‘descubrimiento’ de América» (Rouquié, 2007, p. 22). 

Si bien, hoy en día, estos actos simbólicos han comenzado a resignificarse como un espacio para reconocer la resistencia y dignidad de los pueblos indígenas; esa colonialidad interna se encuentra en las peticiones de intervención de Estados Unidos en nuestros territorios por parte de voces de la política neoliberal. También se encuentra en el racismo, en el clasismo, en los berrinches de cientos de ‘ladys’ y ‘lords’ que solo son alcanzados por la ‘justicia’ cuando su escándalo ha escalado al terreno de lo viral. Esto es solo un ejemplo de la estructura que nos rige. Mientras que en Europa, durante el siglo XIX el centro de las revoluciones fue la lucha de clases ante el surgimiento de la clase burguesa, en las colonias, la disputa es en realidad en torno al concepto de la raza (Rouquié, 2007).

La noción de “latinidad” fue impulsada por Francia como estrategia para vincularse con las excolonias españolas y portuguesas frente al poder anglosajón. El nombre mismo se convirtió en campo de disputa: España hablaba de “Hispanoamérica”, Portugal de “Iberoamérica”, Francia de “Latinoamérica”. Nombrar significaba también dominar.

La modernidad/colonialidad, como recuerda Mignolo, no es solo un periodo histórico, sino un conjunto de principios e imaginarios que sostienen la dominación. Fanon (1960) lo sintetiza con claridad: “El colonialismo no sólo se impone sobre el presente y el futuro; también se apodera del pasado de los oprimidos, lo distorsiona, lo desfigura y lo destruye” (como se citó en Mignolo, 2006, p. 107).

De este modo, América Latina debe su nombre tanto a una aspiración europea como a los intereses imperiales que se disputaban el control de la región. Simón Bolívar soñó con una confederación hispanoamericana capaz de resistir, pero sus intentos fueron frustrados por divisiones internas y presiones externas.

Con la Doctrina Monroe (1823), América Latina quedó bajo la órbita de Estados Unidos, que la incorporó a su proyecto de dominación hemisférica. En el siglo XX, la región fue relegada en el imaginario global al “Tercer Mundo”, un espacio naturalizado como proveedor de materias primas, separado de la industria y la ciencia que sustentaban al “Primer Mundo” (Mignolo, 2006, p. 104).

La discusión sobre el nombre, Latinoamérica, Hispanoamérica, Iberoamérica, refleja la disputa por el control del continente y la persistencia de la herida colonial. Como señala Mignolo (2006, p. 107), cuestionar esa relación entre nombre y territorio permite visibilizar tanto los proyectos políticos de las élites criollas como los silencios impuestos a los pueblos indígenas y afrodescendientes, quienes nunca se reconocieron en esas categorías.

Esos silencios continúan y la historia se repite bajo nuevas formas. Hoy presenciamos cómo a un pueblo se le niega incluso el derecho básico de reconocerse en su propio nombre y condición de nación libre: el caso palestino. La fórmula imperial contemporánea, encabezada por Europa con su silencio, Estados Unidos con su apoyo y el régimen genocida de Israel, amenaza con reducir el nombre de Palestina a un vestigio arqueológico, al recuerdo de un pueblo reconocido formalmente por gran parte de la comunidad internacional (147 de los 193 países miembros de la ONU), pero privado en la práctica de su autodeterminación y sometido a un proyecto sistemático de exterminio.

Como advierte Albanese (2025, p. 2), “los intereses comerciales han contribuido al despojo de los pueblos indígenas de sus tierras, un modo de dominación conocido como ‘capitalismo racial colonial’. Lo mismo ocurre con la colonización israelí de tierras palestinas, su expansión hacia el territorio ocupado y la institucionalización de un régimen de apartheid colonial de asentamiento”. Después de décadas de negar la autodeterminación palestina, la existencia misma del pueblo palestino está en riesgo.

El genocidio contra Palestina muestra cómo los imperios contemporáneos siguen decidiendo qué naciones tienen derecho a existir. Israel, convertido en verdugo vestido de víctima, encarna la paradoja de un poder colonial que se justifica en la memoria de su propio sufrimiento. Tal como señaló Gustavo Petro, Gaza es hoy el laboratorio donde el imperio ensaya su respuesta contra los pueblos no blancos que reclaman autodeterminación. América Latina lo vivió y lo sigue viviendo: subordinada a poderes externos, incapaz de definirse con voz propia, marcada aún por el peso de una herida colonial que no ha cicatrizado.

Cuando Petro advierte que “nosotros somos los siguientes”, alude a que los países subordinados estamos a un simple berrinche del norte global de caer en una nueva colonialidad bajo un esquema militar, subordinación ideológica nunca se fue. Nuestros pueblos son los siguientes. Y, ante la inercia cómplice de las entidades internacionales incapaces de detener las intervenciones (salvo cuando afectan a pueblos blancos, como recordaba Césaire en su Discurso sobre el colonialismo de 1950), solo nos queda aferrarnos a lo único que realmente poseemos: a nosotros mismos y a nuestro nombre, impuesto o no, pero nuestro, la esencia de la resistencia.

Referencias

Mignolo, W. (2006). La idea de América Latina. La herida colonial y la opción decolonial, Barcelona: Gedisa.

Rouquié, A. (2007). América Latina. Introducción al extremo Occidente, México: Siglo XXI Editores.


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