La banalidad de la cultura: ficción vs la indiferencia de la realidad real

La banalidad de la cultura: movimientos sociales en la ficción vs la indiferencia de la realidad real

Recuerdo que en las clases de «(ponga cualquier actividad) Cultural» en la licenciatura, siempre existió un objetivo transversal, vinculante, casi mítico. Es un término —perdón—, es un verbo que parece reunir todas las potencialidades de las artes y la cultura. Como gestorxs culturales, siempre tenemos la tentación de colocarlo como primer objetivo; en los discursos políticos aparece como la principal atribución de la cultura —que en esos contextos se reduce exclusivamente a las artes—; en algunos manuales te recomiendan no usarlo, pero igual se cuela; mientras que, dependiendo del contexto, parece ser cada día más irrelevante. Me refiero a la sensibilización.

El presente texto —que no planeaba escribir— se originó cuando leí una publicación de Librerías BUAP (25/03/2025) donde promueven el libro «Amanecer en la cosecha / Los juegos del hambre», mismo que, si bien no he leído, es por demás conocido que se trata de la continuación de una saga que no solamente trata de un amor romántico inverosímil, sino que profundiza en los movimientos sociales, en los sistemas opresores, en la romantización de la lucha civil y en los mecanismos de control —para todas las partes— y el poder. Una publicación que, normalmente, sería para mí —que no me gusta la saga—, irrelevante; sin embargo, se trata de una publicación que se realiza en el marco del #ParoBUAP2025, el movimiento estudiantil que detonó a finales de febrero de este año y que mantiene tomadas las instalaciones de Ciudad Universitaria.

El paro inició como un movimiento de la Facultad de Medicina que rápidamente alcanzó al resto de las facultades en Ciudad Universitaria —la 1 y 2, la segunda mejor conocida como Cerro 2—, las facultades en el Centro Histórico y cercanas —que hoy día se conocen como Alianza Centro—, el Complejo Cultural Universitario —en Angelópolis—, preparatorias, y en menor o nula medida, los complejos regionales —aquí cabe destacar que lo geográfico ha jugado un papel importante—; a impresión personal, como un eco del movimiento estudiantil de 2020, antes de la pandemia, cuando se movilizaron en conjunto todas las universidades de la ciudad, —colocándose como uno de los movimientos más numerosos en la historia del Estado [aquí dejo unas fotos]—, con exigencias resumidas en democracia, infraestructura, fin de su modelo neoliberal universitario, etcétera.

El movimiento —legítimo a mi parecer— como tal, ha vivido altas y bajas, que, si bien lo han apagado, desde adentro y desde afuera, quisiera —convenientemente dirán— colocarme en las externalidades.

Al principio, ocurrió lo que parece ser la fórmula en México —y en el mundo— para apagar estos movimientos: terror y desestimación. Por ejemplo, por parte de la rectoría universitaria, uno de los primeros pronunciamientos fue «reconocer el movimiento» y al mismo tiempo señalar que se escondían «manos” detrás del mismo, a quienes “Debería darles vergüenza decir que son universitarios”. Esta simple declaración transformó al movimiento en una ocupación política de algún grupo que buscaba “algo” y que se aprovechaba de lxs estudiantes.

Posteriormente, a un par de semanas de iniciado el paro, el propio gobierno neopriista del Estado de Puebla instó a que aquellos desvergonzados aka Antorcha C., dejaran de “de entrometerse en la vida de la universidad, [ya que] ninguna organización política puede afectar el derecho humano a la educación”; desvergonzados —lo dice la corrupción— que se conocen como   un movimiento político que, por cierto, buscaba por esos días consolidarse como partido político —recibir recursos, hacer alianzas con base en corrupción, lo que ya hacían, ero legalmente—.

Dichas acusaciones sobre desvergonzados y estudiantxs, hicieron eco al interior del movimiento. No hubo momento en el cual, a sus espaldas o inclusive de frente, lxs estudiantes no señalaran a unx o a otrx como porrx o como Antorchista. Y aun así, continuó el paro, continuaron las asambleas, convencidos, creo yo, que a pesar de las descalificaciones, de las intromisiones, del escrúpulo de una sociedad apática, pensaban y piensan que en esa burbuja de “desarrollo” algo estaba mal y algo tenía que cambiar.

Si bien me parece que estas posturas eran de manual y muy esperadas, lo que me sorprendió —exagero— fueron las reacciones en los medios de comunicación y en las redes sociales. Para ello, quisiera hablar de dos movimientos que sucedieron casi en simultáneo: El cierre de la Vía Atlixcáyotl, cuando pobladores de San Pablo Ahuatempa exigieron que el gobierno localizara a dos jóvenes desaparecidas; y La marcha del 8M, donde, una vez más, la respuesta institucional fue instalar barricadas para «proteger el patrimonio».

En el primer caso, a pesar de que las jóvenes fueron localizadas con vida, las redes sociales y los medios minimizaron los hechos, ofendiendo a las víctimas y lxs protestantes, revictimizándolxs y quejándose por las «afectaciones a la movilidad y a la economía». La reacción fue tal que la diputada Chumacero (que uno esperaría comprendiera el asunto de las luchas sociales) revivió las lastimosas declaraciones del exgobernador Barbosa, quien sugirió que las mujeres desaparecidas «se van con el novio» (omito las referencias porque su propuesta de sanción es igualmente vergonzosa). A estos dichos, claro, se sumaron miles de comentarios en redes que —por ética, repetición y flojera— omitiré.

Del segundo, es hasta triste repetirlo: las quejas por las manifestaciones del #8M, donde el gobierno y la universidad parecen haberles tomado la medida: ignorar y contener. «¡Con las paredes no!», dicen los memes, mientras una oleada de usuarios señala que «no son las formas» para exigir derechos. Chistes caducos que increíblemente se mantienen vigentes.

En esa misma sintonía se le dio tratamiento al #ParoBUAP2025: minimizándolo, deslegitimándolo, acusando a la chaviza de que «ni son estudiantes» [aquí les dejo un texto cursi y chafa que escribí la otra vez], etcétera, etcétera, etcétera —lo escribí completo tres veces para hacer más énfasis—.

Ha sido curioso —y tristemente interesante— cómo en redes sociales se puede medir el «verdadero sentir» de la comunidad. Páginas de memes poniendo en riesgo a estudiantes al colgar sus fotos; medios de comunicación —solo algunos— tergiversando la información, fragmentándola, cortando videos, interpretando; olvidando la objetividad por sobre el sponsor; tensando, en fin, una disputa semántica entre lo que se debe y no se debe hacer para conseguir derechos.

A cada comunicado o nota denostando el movimiento, lo acompañaron comentarios sobre «lxs paristas coladxs»«lxs holgazanes»«lxs porrxs»«los partidos políticos» —del PRI, aka Antorcha, aka “quien esté contra el régimen”—… En fin, hasta una campaña de avatares —imágenes de perfil, pues— pidiendo «el diálogo» —quién lea recurrentemente este espacio sabrá que prometí hablar sobre el diálogo, pero estoy leyendo un poco más antes que quemarme, pronto, pronto— como respuesta. ¿Solidaridad con el status quo o síndrome de Estocolmo?

En una Sesión Extraordinaria del Consejo Universitario, el testimonio de una docente hablaba de «guerrilla», de «radios para comunicarse», de «operaciones castrenses y paramilitares controlando los accesos». Vaya, «un gran espectáculo para la televisión», diría Trump. Vaya, hasta a mi me tocó que una escritora/trabajadora de la Universidad, con todo su derecho, me escribiera hablando mal de docentes usando tonos despectivos.

[…]

Entonces, vamos con la sensibilización. Para ello, pienso en las cifras del INEGI sobre consumo cultural. Según el Módulo sobre Eventos Culturales Seleccionados (MODECULT 2024) —curioso parecido con Mondiacult—, lo que más se consume en México es el cine, por lo que solo hablaré del cine. Así, entramos al ámbito de los supuestos y de la IA DeepSeek —porque esto es solo una entrada irrelevante en un blog—: donde podemos ver que entre las películas más vistas en México en la última década se encuentran títulos como Los Juegos del Hambre [+ la saga, pues] (2012-), Mad Max: Furia en el Camino (2015), Pantera Negra (2018), Parasitos (2019), El Hoyo (2019), Duna [chulada] (2021); u otras películas históricas —que no sé si se vieron tanto, pero son icónicas— como Rojo Amanecer (1989) o La Ley de Herodes (1999) —me disculpo de antemano por mi pobreza cinematográfica—; todas ellas críticas al capitalismo y la desigualdad, luchas por recursos básicos y, claro, de resistencias colectivas contra sistemas opresivos —incluyendo los democráticos que obviamente no se salvan—.

Si la cultura y las artes son tan sensibilizadoras, ¿no habría un poquito de empatía? Vaya, vayámonos más allá del consumo cultural, porque todxs sabemos que ese consumo es un privilegio disfrazado de derecho en un sistema capitalista que no nos da tiempo ni dinero ni vida para disfrutar del descanso; la información, si esas noticias en redes, en tv, en el periódico no es un motor de sensibilización, ¿qué pasa con el impresionante sistema mediático e instantáneo de información? ¿Qué pasa con El genocidio en Gaza cometido por ISRAHELL transmitido en vivo, los 43 de Ayotzinapa, El campo de reclutamiento —no exterminio, obvio— en Teuchitlán, las madres buscadoras, el no desafuero de un exfutbolista violador/gobernador/diputado, el dolor de una familia que busca a su familiar, lxs estudiantes que quieren un mejor espacio educativo?

Vivimos en una burbuja de indiferencia. Estamos tan cerca de lo que ocurre al otro lado del mundo, y al mismo tiempo, estamos muy lejos de lo que sucede en nuestra colonia. Zygmunt Bauman habla de una Modernidad Líquida (2000), donde nos clasifica como turistas y vagabundos. Claramente, no soy turista, pero sí soy un vagabundo: alguien que lo mira todo a la distancia, desde el miedo al vecino —Bauman otra vez—, desde la imposibilidad de comprender qué es la justicia a pesar de vivir en un país paradisíaco —porque eso es México—, donde, como dijo Jesús Silva-Herzog Márquez: «En el paraíso de la impunidad, lo que es peligroso es denunciar un delito, no cometerlo».

Desde ese lugar, observo —y observamos— cómo esa sensibilidad está restringida por los intereses políticos y económicos, tristemente entendidos como intereses personales. Como vagabundo —ya dejaré de usar ese término—, si bien me da miedo ese sistema estructural opresor, también me gustaría otra cosa: pensar en lxs demás, en la libertad —no la «liberdad, carajo», sino la verdadera—, en la tranquilidad, como la tengo ahora, de tomarme una cerveza mientras escribo un par de líneas.

Pero ¿tan válido es mi sentir como el de otrxs? Será tan válido pensar que está bien que lxs estudiantes tomemos una universidad para exigir mejores condiciones —ahorita me quito porque cualquier mérito del movimiento lo lograron lxs compañerxs que pernoctaron, que se rifaron en las asambleas, que escucharon sandeces, que comunicaron, que dialogaron, que pidieron paciencia, que gritaron justicia, que lloraron pero no dejaron de protestar—, o es más válido quienes refuerzan esos mensajes en aquellas páginas de memes que amenazan con publicar todos los datos personales de lxs estudiantes que se mantienen en lucha. ¿También con lxs coladxs que buscan intereses políticos? No lo sé.

El asunto, diría Coelho — Teixeira , no Paulo—, es que la cultura en nuestra realidad capitalista —entiéndase siempre como el arte, las manifestaciones, el lenguaje, los modos; vaya, la forma de vivir la vida— se consume, más no se usa. Como buen marxista, señala que la cultura —institucionalizada, claro— y sus instituciones —lo dije— no es más que un producto de mercado que atiende al capital. O, como diría San Gramsci, una estrategia de control hegemónico hacia lxs subalternxs, —lxs no poderosxs, pues—, para preservar el status quo que nos dice que está bien que trabajar 10 horas al día sin descanso para un imbécil, porque está bien ser productivo para la sociedad.

El consumo de la cultura —regreso con Teixeira— es el problema: miramos todas esas series, películas, noticias; leemos libros; nos enteramos de los chismes de las desgracias ajenas… pero esos contenidos significan sólo una pastilla que consumimos sin dejar rastro. Tal vez excretando comentarios hirientes en redes sociales o, convenientemente, opinando según nuestra conveniencia.

Su uso —siguiendo con Teixeira, que piensa en el valor de uso y valor de cambio de Marx— sería otra cosa: sería usar esas películas, esos libros, esas obras de teatro, esas pinturas, esas noticias, para comprender nuestro entorno, para sentir un poco de empatía y pensar que si alguien se está manifestando —cerrando calles, pintando un monumento, denunciando a su opresor, tomando una universidad— no es solo por chingar al otro, sino para visibilizar una exigencia.

Si usáramos todos esos productos culturales —en clave capitalista, para que se entienda—, podríamos identificar que nuestra queja no debería ser contra quienes se quejan —¿oxímoron?—, sino contra el sistema, la autoridad, el Estado. Se toma la universidad para que la universidad garantice condiciones mínimas de educación; se pintan las paredes para que el Estado voltee a ver lo que está pasando, para cambiar la narrativa hegemónica del todo está bien, del progreso, del ya estamos construídos; se cierran las calles para que se sumen otros al pleito contra el responsable de garantizar nuestros derechos —spoiler: el Estado—.

Y en ese sentido, como «afectadxs», la opción debería ser Sumarnos y exigir que se solucione el problema que mantiene cerrada la calle. Entender que la «vida normal»  mejor populaizada durante la pandemia “normalidad”, que tanto defendemos es, en sí misma, una simulación de libertad bajo un sistema opresor.

«¡La cultura sensibiliza!» Es lo que se dice en los objetivos de los proyectos culturales, en las universidades, en los planes de gobierno, en la ilusoria ONU y la UNESCO. ¿Acaso es cierto?

¿Es pertinente que la Librería BUAP promueva una novela sobre movimientos sociales mientras hace todo por desestimar lo que está ocurriendo en su seno? Es extraño.

Este tipo de «sensibilización» permea hasta en los propios movimientos. La sensibilización, en tiempos del neoliberalismo, de los extremismos, de aranceles, de guerra y de genocidios, no es más que una “banalización de la cultura” —No lo dijo Hannah Arendt pero vaya que es pertinente, y, peor, vaya que es irónico en estos tiempos de genocidio por parte de Israhell—. Lo que sí dijo es que «El mal no es radical, sino extremo; no tiene profundidad, y por eso mismo no tiene dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se expande como un hongo por la superficie». ¿La cultura es el mal o el mal es cultural? —No me funen—.

La orden del capital es que cumplamos con nuestras tareas sin pensamiento crítico, sin responsabilidad por la otredad; que cumplamos órdenes siempre a favor del sistema, no de la vida; que lo único que necesitamos es la indiferencia para poder sobrevivir.

La ironía final: consumimos revoluciones… pero detestamos a lxs revolucionarixs

La otra ironía es que, a pesar de que amamos esos productos culturales donde se tumba al sistema, donde las clases oprimidas luchan por sus derechos, donde hay un sentimiento de comunidad… al mismo tiempo, consumimos películas de superhéroes que solo buscan detener a la revolución. Una revolución que, por cierto, solo busca otro orden, otras condiciones para vivir y dejar de sobrevivir —perdón, generalicé mucho—.

Hablando en esa clave, recuerdo aquella película de Marvel —Black Panther: Wakanda Forever— donde un sistema superavanzado tecnológicamente tiene que negociar con el sistema capitalista solo para «sentirse incluido», mientras que, por «seguridad nacional», ese sistema solo quiere quedarse con su tecnología, sin importar su lugar de origen.

La banalidad de la cultura no es otra cosa que la forma en la cual «decidimos nuestra forma de vivir» —Derechos Culturales de la UNESCO :P—. O mejor dicho: lo que nos queda después de trabajar todo el día en un lugar que nos desprecia, mientras disfrutamos de vidas que no son nuestras —cultura— y las consumimos sin hacerlas nuestras.

O mejor dicho: es lo que nos queda hacer para recuperar nuestra cotidianidad, sin importar que lo cotidiano sea una: ¿simulación? ¿opresión? ¿indiferencia?. Lo llamo “dejarismo”, pero, obviamente lo dejaré para otra ocasión.

  • En imagen destacada: Mural realizado por la Asamblea Estudiantil de la Facultad de Economía.


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